Morían como medusas sobre la arena, derretidos bajo el sol, tratados con desdén por todos los barcos con que se cruzaron. Uno tras otro, dejaban de respirar, mientras sus compañeros escudriñaban las aguas y trataban, en vano, de obtener ayuda. Pero los 72 prófugos de la guerra de Libia apiñados en una barca a la deriva, la mayoría de los cuales murieron de hambre y de sed en una de las zonas más traficadas del Mediterráneo, jamás perdieron la dignidad ni el sentido de la solidaridad. Conservaron hasta el último minuto de vida la humanidad que les faltó no sólo a los patrones de los barcos que les vieron sufrir entre las olas y pasaron de largo, sino a una larga lista de culpables de mirar hacia otro lado.
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